Escucho un silbido detrás de mí. Con esa molesta entonación
que le suelen dar los hombres, un silbido en dos partes, con una pausa
entremedio, casi como si quisieran darte el alivio de que van a detenerse, para
luego seguir con el resto. Fiu-fiuuu. La segunda parte es más larga. Como para
castigarte por haber creído que esa pausa significaba una detención.
Al día de hoy ya no es traumático. Es solo incómodo.
Lamentablemente, una se acostumbra a todo. La primera vez que me pasó fue
aterradora. Tenía 12 años, estaba en un pueblo cercano a mi ciudad de
vacaciones, y pasé frente a una casa en construcción. No recuerdo qué me
gritaron, sólo sé que lo hicieron. Algo sobre mi cuerpo, seguramente, gritos
grotescos mezclados con silbidos, formándose una masa inentendible de sonidos
puesto que eran varios trabajadores haciendo lo mismo. Salí corriendo. Me puse
a llorar. Lo que tengo más marcado es mi primer pensamiento; “¿por qué esto me
hace sentir así, si es lo normal, lo que le pasa a todas las mujeres?”. Lo pienso
y es escalofriante que, con 12 años, ignoré mis sentimientos de incomodidad y
justifiqué la situación diciéndome que era normal que me acosaran, pues era
mujer.
Han pasado 9 años, el acoso sigue, pero mi normalización de
este no. Hoy grito, insulto, tiro garabatos, lo que sea necesario para
enfrentarme mínimamente a sus palabras sucias, a esos silbidos invasores, esas
gesticulaciones enfermizas hacia mi cuerpo. Y si veo que lo hacen con otra
mujer, hago lo mismo. He decidido decir basta.
El nivel de machismo
de una práctica tan cotidiana como el acoso
callejero ralla límites irreales. Es un ejercicio de poder extremadamente
explícito y chocante dado lo naturalizado que está, un ejemplo excelente de la
cosificación hacia las mujeres; para los acosadores, no somos sujetas dignas de
respeto, sino objetos a su disposición sobre los cuales tienen derecho a
opinar, y no sólo esto; hacerlo de forma invasiva, grosera y descarada, sin una
mínima consideración a nuestra existencia, comodidad e individualidad.
Muchas veces, nosotras mismas también nos negamos. Cuando
justificamos estas actitudes, como yo, a los 12 años, negándome como sujeta,
pues para mi mente infantil, educada con estereotipos machistas, sexistas y
misóginos, mi angustia era injustificada; mi papel de mujer era ese, y lo sería
siempre. Hoy, gracias al feminismo,
en vez de negarme, me reafirmo. Existo, me manifiesto, nos manifestamos. No
sólo yo dije basta; muchas lo estamos haciendo, y cada vez seremos más.