jueves, 18 de abril de 2019

Poder


Escucho un silbido detrás de mí. Con esa molesta entonación que le suelen dar los hombres, un silbido en dos partes, con una pausa entremedio, casi como si quisieran darte el alivio de que van a detenerse, para luego seguir con el resto. Fiu-fiuuu. La segunda parte es más larga. Como para castigarte por haber creído que esa pausa significaba una detención.
Al día de hoy ya no es traumático. Es solo incómodo. Lamentablemente, una se acostumbra a todo. La primera vez que me pasó fue aterradora. Tenía 12 años, estaba en un pueblo cercano a mi ciudad de vacaciones, y pasé frente a una casa en construcción. No recuerdo qué me gritaron, sólo sé que lo hicieron. Algo sobre mi cuerpo, seguramente, gritos grotescos mezclados con silbidos, formándose una masa inentendible de sonidos puesto que eran varios trabajadores haciendo lo mismo. Salí corriendo. Me puse a llorar. Lo que tengo más marcado es mi primer pensamiento; “¿por qué esto me hace sentir así, si es lo normal, lo que le pasa a todas las mujeres?”. Lo pienso y es escalofriante que, con 12 años, ignoré mis sentimientos de incomodidad y justifiqué la situación diciéndome que era normal que me acosaran, pues era mujer.
Han pasado 9 años, el acoso sigue, pero mi normalización de este no. Hoy grito, insulto, tiro garabatos, lo que sea necesario para enfrentarme mínimamente a sus palabras sucias, a esos silbidos invasores, esas gesticulaciones enfermizas hacia mi cuerpo. Y si veo que lo hacen con otra mujer, hago lo mismo. He decidido decir basta.
El nivel de machismo de una práctica tan cotidiana como el acoso callejero ralla límites irreales. Es un ejercicio de poder extremadamente explícito y chocante dado lo naturalizado que está, un ejemplo excelente de la cosificación hacia las mujeres; para los acosadores, no somos sujetas dignas de respeto, sino objetos a su disposición sobre los cuales tienen derecho a opinar, y no sólo esto; hacerlo de forma invasiva, grosera y descarada, sin una mínima consideración a nuestra existencia, comodidad e individualidad. 
Muchas veces, nosotras mismas también nos negamos. Cuando justificamos estas actitudes, como yo, a los 12 años, negándome como sujeta, pues para mi mente infantil, educada con estereotipos machistas, sexistas y misóginos, mi angustia era injustificada; mi papel de mujer era ese, y lo sería siempre. Hoy, gracias al feminismo, en vez de negarme, me reafirmo. Existo, me manifiesto, nos manifestamos. No sólo yo dije basta; muchas lo estamos haciendo, y cada vez seremos más.